miércoles, 13 de julio de 2011

Los cuchillos no duelen


No existe peor daño que el que se hace uno mismo, que el que uno busca, provoca. No existe peor soledad que la que cuando nos sentimos solos, cuando sentimos que todos se van, cuando pensamos que no hay nadie, cuando dejamos de confiar. No existe peor dolor que el que se lleva dentro, reprimido, ahogándose en un mar rojo de sangre, de glóbulos blancos, de saliva, de células, de jugos gástricos, de cuerpo. Y cuando ese dolor se exterioriza sale a la luz de la peor manera, sale convertido en dolor, en dolor puro que no se expresa con palabras sino con hechos, actos, con un filo que nadie entiende por que para el dolor mismo los cuchillos no duelen. El dolor está representado de miles de formas desde la más sutil, sana, pura hasta la más violenta, enferma, sucia…
Pero todas ellas son iguales, dolorosas, aunque al dolor ya no le duela. A él no le importa el mundo, el resto, ya no le importan las palabras de los demás y mucho menos sus pensamientos, no le importa el dolor externo. El dolor no siente. El dolor no se siente real, el dolor parece muerto pero permanece allí, intacto sin irse y trata de olvidarse pero se da cuenta de que es fuerte que ya está crecido, maduro, que no es el mismo de antes. Pero para el dolor los cuchillos no duelen por la simple razón de que por dentro sangran lágrimas. Por el hecho de sentirse inmune a un derecho que le priva la misma vida que se ríe delante de él, quien no puede hacer nada.
El dolor se inmoviliza, se relaja y se nutre del filo de un cuchillo, el dolor es la sangre, la respiración, el sentir, los movimientos… el dolor se convierte en dolor cuando uno se convierte en uno mismo. Cuando la mirada impertinente de la luz nos golpea en la cara acompañada de una verdad ensordecida por los gritos mudos del silencio, que el dolor produce. 


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