jueves, 18 de octubre de 2012

Gilda Manson.

El sonido del automóvil ajetreado por la calle empedrada de Lomas de Zamora estaba embriagándolo del negativo deseo de dar la vuelta e irse a tomar una cerveza. Jerry no tenía ni la más mínima intención de alegrarse por el hecho de que su hermana viniera de México, ante la noticia se limitó a esbozar una leve sonrisa, dando rienda suelta al pensamiento de que el universo se convertía en algo cada vez más burdo. Lo confirmó el veinte de Marzo de 1994, actual presente mientras agarraba Camino de Cintura en su incoloro Fiat.
Eran las nueve de la mañana, hora en la que sólo Dios sabe qué minuto de la totalidad del tiempo haría que Jerry llegue tarde o temprano al aeropuerto de Ezeiza. No sólo no tenía ganas sino que también odiaba la cotidianeidad con la que las personas desarrollan el imperioso protocolo que se elabora durante años, y que cuando llega el momento, dichos sujetos abrazan al ser cuasi olvidado en la memoria y sueltan un: “¿Cómo estás? ¡Tanto tiempo!”. Jerry odiaba los encuentros, y aún más si eran programados.
Se desplazaba por la autopista recordando la última vez que la había visto, a sus nueve años cuando una mujer se presentó en su casa reclamando que es niña era hija de su padre, el Señor Fuentes. Desde ese día, Jerry había desarrollado un vínculo extra sensorial con esa niña cuando juntos prometieron olvidar a Don Fuentes, cosa que se concretó por sí sola cuando se quitó la vida ese mismo año en el patio de Doña María, detrás de su casa donde todos pudieran verlo, y en especial donde la Virgen lo ignoraría.
Pero de eso ya hacía tiempo, ahora lo único que le quedaba eran unas memorias desteñidas de blanco y un vacío incompleto (que fácilmente pudo haber sido llenado por alguna mujer que lo amara) pero de eso también hacía tiempo.
Y antes de que pasara una eternidad pensando en su padre, transcurrieron cincuenta y seis minutos hasta llegar al aeropuerto, donde estacionó y bajó del auto, mientras pasaba otra vida más. Caminó a lo largo de la entrada, vestida de celeste allí estaba. En la puerta principal, un poco más a la derecha donde daba el sol, tiritaban de frío su hermana y su sobrino. Inmediatamente ella corrió a su encuentro, lo abrazó al borde de las lágrimas, juntaron sus cuerpos en un recuerdo triste, sus miedos tan latentes como dormidos y ella bajándolo a la realidad diciéndole un: “¿Cómo estás? ¡Tanto tiempo!”
Jerry odió ese encuentro y la puso en su lugar, separándola de si como habían estado todos estos años. A su lado, un niño muy poco parecido a ella, se hundió en los ojos de Jerry que lo miraba casi de reojo pero con curiosidad (una de esas que casi nunca se presentaba) y mientras le pasaba la mano como si se tratara de un hombrecito grande, vio como el joven tenia la Virgen pendiendo de su cuello. Jerry retrocedió e intentó no mirar al niño, miraría los ojos de la Virgen desde ahora.
El niño le dijo: “Buenos días, tío”, pero una ensoñación no muy lejana, obligó a Jerry a darle la espalda y dirigirse hacia el auto. Magdalena estaba acostumbrada, pero Juan (que era más grande de lo que aparentaba) no lo estaba, entonces tomó su medallita casera entre las manos, cosa que Jerry sacó de las casillas, y pidió a la Virgen que ese hombre no sea tan malo como parecía, cosa que Jerry no logró soportar.






El viaje de vuelta, había sido tedioso y efímero. Magdalena le contaba quién había fallecido, quién nació, quién se fue y recalcaba con notoriedad lo flaco que estaba, y lo adulto y… Jerry miraba por el retrovisor al niño cuyos ojos no eran encontrados, sino que estaban disueltos y olvidados detrás de esa medalla que, segurísimo, se la hizo el tío Mario de Comala para que el niño también se pierda entre las garras de esa Virgen que… Magdalena reía por un chiste mal hecho, y empezaba a narrar cómo Juan había empezado el colegio ahora que ya tenía seis años al igual que el hijo del nieto de Doña María, que tenía 26 y era tan joven para… Juan, sumiso y desentendido, dejó de mirar al espejo por donde su tío lo espiaba y miró por la ventana, observando cómo se desintegraban las nubes a la deriva con el viento y pensaba… Llegaron.
Jerry vivía en una casa, algo pequeña para los tres. Rápidamente Magdalena y Juan se instalaron en el lugar; Jerry se percató de que el niño no había emitido palabra alguna hasta que Magdalena decidió preparar la comida y ellos mirar la tele a la espera de un gran festín.
-Oiga Tío, ¿A nosotros también nos van a crecer alas?- le dijo el niño. ¿Alas? Jerry no pudo evitarlo, le miró el cuello y se hundió casi por completo en ese recuerdo de la Virgen, y su abuelo que le decía que era una farsa. “Hijo mío, la Gilda Manson no es Virgen”.
Y sus ojos, dos faros de luz ausente… esos ojos de viejo dormido, le dijeron la verdad sobre ella. Jerry no creía, aunque lo necesitaba. Él la miraba de niño, en la repisa de su casa, en un rincón escondida por el sol… Desde un rincón lo miraba la Gilda Manson, casi de reojo y segura de que el niño, algún día descifraría lo que a su padre acabó por matarlo.
La familia de Jerry era, más que devota, enferma por ella, y para un niño de nueve años entender eso era igual que traicionarse. Optó por mirarla de reojo y poco a poco descubrió que más que devolverle la mirada, ella le sonreía.
-Tío…- dijo Juan, y la virgen desde su cuello le volvía a sonreír. Se le nubló la vista a atino a esquivar esos ojos santos que no tenían color, no tenían amor, no tenían nada… solamente un reflejo que se convertía en el mismísimo puente entre tu alma y la muerte. Las manos de la Gilda juntas, y sus dedos entrelazados en su regazo como si tratara de aparentar lo que nadie era (por mucha aura que tengan, nadie es ningún santo) y la boca, torcida de ironía, soltaba una carcajada al ver al niño rezar. Jerry se sintió desvanecer a los nueve años.
Dejó más de la mitad de la comida en el plato y aguardó a que Magdalena y el niño se acostaran a dormir la siesta para levantarse de la silla. Sólo cuando estaba solo, podía liberarse. Ya pasadas las seis menos cuarto dejó de vagar por su mente y decidió conciliar algo de sueño. Jerry se dirigió hasta su dormitorio, cerró la puerta tras él y al lado de la cabecera de su cama ahí estaba, como él esperaba que estuviese: Una estampa rectangular y borrosa, vieja, gastada y maltratada. Al dorso de la imagen que evitó ver, rezaba: ORACION A GILDA MANSON. Jerry se sintió desvanecer
“…Que bajo su manto protege…”
La frase rebotaba en su mente, se le nublaba la vista, lo ahogaba y sintió que la estampa le quemaba los dedos. Oyó la voz de su padre:
-Oh sencillísima Gilda Manson,
Que bajo su manto protege…
La ensoñación a punto de embriagarlo, hizo que inconscientemente Jerry rompiera la estampa, separándola de sí como habían estado todos estos años.


Parpadeó, y de reojo vio a la Virgen que (al igual que él) sabía lo que pasaría. Su padre rezaba con una voz monótona y grave, la estampa entre las manos y, de repente, su cuerpo dirigiéndose al patio. Jerry la miraba a ella que con su boca torcida presagiaba lo que recién empezaba. El crujido del peso de un hombre de mediana edad, rompió el silencio. Jerry miró al patio, y la virgen en vez de llorar le siguió sonriendo a el. No al padre, sino al hijo que terminaría descubriendo lo que a Don Fuentes acabó por… Volvió a parpadear.
Esta vez, no sólo se ahogaba, Jerry moría. Abrió la puerta del dormitorio, se arrastró por el pasillo en silencio. Sus ojos desorbitados, llameaban deseo. Una necesidad de entender el altruismo que le generaba, lo llevaba a hacer lo que iba a hacer.
Magdalena estaba despierta, y lo siguió por el pasillo hasta que él se adentró en la habitación donde dormía Juan. Observó desde el umbral, sin alterarse, sin decir nada.
Jerry se abalanzó sobre el niño que gritó del susto. El pequeño lloraba lágrimas que caían en el rostro de Jerry, mientras miraba fijo los ojos de la Virgen.
La verdad fue absoluta, y se vio reflejado en ese puente detrás de la Gilda Manson. Sus años no fueron años, su vida no se cruzó con otra, se encendió bajo un halo de fe y simplemente se vio como nunca se había visto.
Rápidamente Juan lo tomó de la nuca, sacudiéndolo de manera extraordinaria y acercándose al rostro de su tío comenzó a rezar:
- Oh sencillísima Gilda Manson,
Que bajo su manto protege
Los distantes presagios
Que nos confieren
Las luces santas divinas
Que nunca se olvidan
Del perdón de los golpeados.


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