sábado, 23 de julio de 2011

Entre los muertos de mi tierra.

El amor los había unido indirectamente para que la muerte, inoportuna empezara a separarlos. Ella, Antígona Vélez. Él, Lisandro Galván. La Condenada y el Buen Hombre. Antígona, condenada por sepultar una muerte insultada, una muerte que era la de su hermano. Lisandro, enamorado de sus campos, de sus caballos, de su amor propio, de su amor por la tierra, enamorado del bien común. Ella había jugado toda su vida a ser madre, a criar a sus hermanos, a lavar sus enaguas, nunca había jugado siquiera a ser mujer. Él no la culpaba por eso, no la culpaba por nada, ella era condenada por cumplir una orden divina, por enterrar a su hermano. Y ambos sumergidos en el amor por el otro, no se dieron cuenta de que se les paso el tiempo. Ella no había tenido el valor de reconocer su amor por Lisandro, él no había tenido el valor por diferenciar el amor de Antígona del de su tierra. A pesar de todo, ella se despide cruelmente de él. Le redacta una carta, detallando con tristeza la transición de lo que fue su alma días antes de morir condenada. Le cuenta la transición de su alma en pena.

Lisandro:
Estaba esperando a que no abras esta carta hasta que salgan las estrellas, así cuando la les yo ya me reuniré con ellas.
Confieso que mi pulso se paró, que me golpeó tanto el corazón, que tembló todo mi cuerpo.
Confieso haberme vaciado la vida erróneamente, confieso sentir que no te he amado nunca. Pero bajo el miedo no pude decírtelo, no pude decirte que no estaba enamorada, que no sentía ni un halo de satisfacción por tu compañía, no me atrevía a decirte que todo era una mentira. Yo necesité morir para darme cuenta de que al no amarte, te amo más que nunca. Ese rostro tan pálido, con dos cuencas por ojos, me enseñaron el camino de mi propio destino, el camino de mi verdad… Y me morí, amado. Morí en ese instante bajo una bóveda de estrellas tristes y la presión de un grito desgarrador que salía de adentro. Intuyo que muero, que morimos, que mueren dos eternos niños amándose en secreto, y que con ese grito se fueron todos mis sueños, mis sentimientos, mis recuerdos. Por eso no voy a mentirte al decirte que no te he amado nunca, te amo, te amé… solo que no lo recuerdo. No recuerdo un momento de felicidad, de descanso o alivio. Solo el dolor de la tierra muerta, regada por un sentimiento vivo. Y así con mi muerte espero volverme vida, entre la maleza de mi tierra.
Y mi esclavitud será larga. Largo será el estar obligada a vivir dentro de ti, a permanecer viva en un mundo que mi espíritu no soportará jamás. A vivir en la punta de la lanza, donde padecen los hombres la incógnita muerte de la ignorancia, a vivir en la esperanza, ya no lo soporto, no lo soportaré jamás.
Pero creo fervientemente, creo con todo el corazón, que la tierra empapada de mi muerte renacerá y vivirá junto a la libertad que tanto hemos anhelado. Creo en tu amor, en el mío, en la tierra y en la libertad. Creo en mi destino, y en el que no lo es. Creo en la libertad a pesar de los cepos, a pesar de esos campos alambrados.
Pero te recuerdo, amado mío. Te recuerdo que siempre nos hemos considerados como lirios de campo cuya fragancia es efímera, nosotros somos como ellas, la flor desaparece y se pierde el aroma. Recemos para que la vida, por una vez deje de ser recuerdos, por que de eso estabas hecho de mi imaginación y una pizca de memorias pasadas. De eso éramos capaces, de llorar amargamente sin sentirnos humillados. ¿Por qué? Por que era hermoso.
Aunque ya es hora de dejar los sentimientos atrás, siento que la esperanza es la que mata cruelmente el orgullo de los hombres… Y ahí es cuando me doy cuenta de que estoy descalza, por haber perdido mis zapatos desde niña por perseguir la misteriosa e inalcanzable esperanza.
Desde entonces me he convertido en algo parecido a la noche. En un mar de injuriosos legados, se me ha olvidado respirar… Y así me marcho amado mío, con la tristeza de seguir con los ojos cerrados y las venas abiertas. Me marcho sabiendo que a ellos, lo que me faltó para animarme a quererte les sobra para matarme, y así convertirme en vida, entre los muertos de mi tierra.

Antígona Vélez.

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